Estos días, estos últimos meses me vi lanzado a tanta actividad exterior como pueda imaginarse. Casi no había momentos para detenerse y pensar. Constantemente un hecho u otro exigían mi dedicación, como niños imperiosos. Me dormía ya muy tarde, y me despertaba a las cinco o seis de la mañana con la sensación de que mi cabeza llevaba un rato ocupada en temas, y me acometía ese sentimiento de llegar tarde a un trabajo al que todos ya están aplicados. Era mi propia mente y era yo, llegando tarde.
Pero no es eso lo que, ahora, me llama la atención. No es eso tanto como la inmediata disposición con la que, en cada una de esas ocasiones, me lancé a solucionar lo que fuera y, aún más, resuelto algo me ocupaba en anticipar detalles de un asunto nuevo. Me veía a mí mismo, porque en medio de ese vértigo no dejé de observarme, pasar de un tema a otro sin siquiera detenerme a hacer silencio. Nunca había tiempo. Y no era cierto por supuesto.
Tanta capacidad en resolver esto y aquello, tanta disposición a atender la más mínima llamada, no era sino correr y correr, huir y evitar el silencio, de quedarme en casa, solo. Escapaba a un vacío y a lo que él representaba. A lo que me decía, o a lo que ahí faltaba. Y a ese encuentro es al que ahora me dispongo, sentado con este cuaderno y frente a estas líneas.
© Luis Pescetti