Las manos crispadas, apretando la rama. No podía soltarse por más que
sabía que eso era lo que había que hacer. Ferraro se hubiera burlado, capaz que se hubiera caído antes, sí, o ni siquiera se hubiera atrevido a subir, porque es fuerte pero torpe; habría dicho que no subía porque “es un juego de nenitas”. ¿Qué hubiera dicho Pável? “Prrakktikarr trres mil veces”. Sí, ja, no me puedo bajar de la primera, voy a hacer las otras. Arno hubiera bajado tranquilo porque ni se habría enterado de que estaba en la punta de un árbol.
Frin no sabía qué era peor, si el miedo a lastimarse o que estuvieran el Lagarto y los demás, viéndolo. ¿Qué le hubiera dicho Lynko? “¡Dale, bajate que no pasa nada!”. Sí, ja, pasa que ni puedo moverme del miedo. “Hacele caso, Frin” (el Elvio de adentro de su cabeza).
Frin empezó a responderles en voz baja: “Ustedes se hacen los valientes, pero soy yo el que está arriba”. “¡Dale, nene! ¡Qué plomo sos! ¡A mí me encantaría estar ahí!”. “Lynko, sos un pesado, ¿no ves que conviene que se me pase el miedo y después bajo?” (Frin). “No se pasa así, podés quedarte un año ahí arriba y te voy a llevar de comer”. Era cierto, el miedo no iba a disolverse como un café instantáneo; tenía que bajar aunque sintiera miedo. No iba a haber menos miedo, así que había que moverse sin hacerle caso. Aflojó una mano. Sintió el agarrotamiento, como cuando se aferró a la baranda del aeropuerto.
El miedo creció, pero iba a seguir de todos modos. Aflojó la mano, sin mirar hacia hacia abajo, y buscó por la rama hasta que topó con otra. Hizo lo mismo con la otra mano. El miedo seguía. Y el viento. Crac… crac… de pronto soplaba una ráfaga más fuerte. Ahí se quedaba quieto. Pasaba esa ráfaga y buscaba con el pie, así como había hecho con las manos. El pie encontró dónde apoyarse. ¿Era firme como para aguantar el peso del cuerpo? Parecía que sí, pero mejor se afirmaba con las manos, en lo que depositaba el peso del cuerpo en el pie. Si fallaba esa rama, quedaba sostenido por las manos. Pável hubiera aconsejado eso. Me voy a seguir hablando, en voz baja. Y continuó relatándose lo que hacía con una mano, con la otra, con el pie, como si él fuera un amigo al que debía alentar.
Muy bien, Frinazo, lo estás haciendo bien; olvidate si te harán bromas, no pienses en los de abajo, sentí la rama. Ahora aflojamos la mano. Ahí va. Bien, la mano baja, bravo, ahí hay una horqueta, la rodeás despacio, muy bien: una más grande. ¡Perfecto! La mano de arriba quedó demasiado alta, ¿podés bajarla un poco? Eso, perfecto. Incliná un poco el cuerpo, lo estás haciendo bien.
Sintió una ráfaga, la más fuerte hasta ahora, la rama se balanceó. ¡Agarrate! Tranquilo, no pasa nada, no se va a quebrar, es una rama grande, no se va a quebrar, esperá que deje de balancearse. Listo, ahí va a menos, ahí… perfecto. Buscá con la mano, de nuevo, deslizala suave por la rama, no pienses en otra cosa, sentí la rama. Cuidado con las astillas, la mano tiene que acariciar la rama, si va fuerte podés clavarte una astilla. ¿Encontrás dónde tomarte? No es fácil, no importa, no sigas bajando, quedate ahí, emparejá con la otra. Ahora buscá con el pie. Queda en el aire, ¿por qué queda en el aire? Si subiste hasta aquí era porque había ramas, niguna se rompió, ahí están. Pero el pie queda en el aire, no encuentro dónde apoyarlo. Entonces hay que mirar. Sí, había, a dos dedos de distancia. Hay que ver bien dónde se va a agarrar la mano y dejarse caer ese pedacito. ¿Listo? Listo. Se dejó caer y el pie apoyó exacto, no había sido un gran salto, pero estuvo buenísimo. sintió calor por todo el cuerpo. Calor, no frío. Se le escapó una sonrisa, empezó a decirse: “Genio, trapecista, único, increíble, Tarzán de los tarzanes”.
¿Qué había sido ese calor? Que había avanzado a pesar del miedo, paso a paso, y el miedo se cansó de hacer miedo. Cuando apoyó el pie, por pequeño que fuera ese salto, estuvo bien; y surgió ese calor; y era que por primera vez había seguido, no “sin” miedo, sino “con” miedo, a pesar del miedo. No había dejado que el miedo lo paralice, eso era el calor. El cuerpo no puede hablar, pero te agradece: “Gracias por sacarme de ahí”, te lo dice con un calor, que es lo más grande que hay.
Frin continuó bajando, un poco más rápido, hasta que solo quedó el salto final, de la última rama al suelo. Dio el último salto y cayó despatarrado, como un mosquito contra el parabrisas de un camión. Se hizo un silencio. Nubecita de polvo.
—¿Por qué bajaste así? (Lagarto, sin ironía).
—… (oscuros pensamientos irreproducibles… Frin).
Siguió un instante de silencio, Frin se sentó sacudiéndose la tierra del cuerpo. Hasta que uno comentó:
—Chicos, este está más loco que el Lagarto (riéndose).
El Lagarto se rio mientras lo ayudó a levantarse. En ese momento Frin también se rio.
—¡Qué animal! No tenías que quedarte tanto tiempo con el viento que se largó (Gonza).
—… (Frin solo levantó los hombros).
—Yo no me aguanto arriba con ese viento (Renzo, otro de los chicos).
—¿Por qué te dicen “Lagarto”? (preguntó Frin).
—Porque de chico les tenía miedo (contestó con naturalidad).
El enanito de la cabeza de Frin, por poco se desnuca del salto hacia atrás: Renzo había reconocido que no se aguantaba arriba con ese viento, y ahora Lagarto contaba que le dicen así porque les tenía miedo, y ni lo dicen con aire de burla. ¿Cómo era esto? O sea, que ninguno era “el Ferraro” del otro.
—Chicos, yo antes les dije que no al fútbol porque soy medio malo con la pelota (Frin).
—Jugamos a otra cosa (Renzo).
—¿Dónde hay un ciber o un locutorio cerca? (Frin).
—El más cerca queda a quince kilómetros, en Bermeja.
—¿Quince kilómetros? (Frin no podía creerlo).
—Y si no, en Acacias, pero es a veinte kilómetros.
—… (Uh… me quiero morir, ¿cómo voy a hacer para comunicarme con los chicos? Frin).
—Acá hay un correo que anda re-bien, y un teléfono público en la cantina del Pablo.
Frin oyó que, nuevamente, su mamá lo llamaba para almorzar.
—Me llaman (Frin).
—Todos nos vamos, ¿nos encontramos a la siesta? (Lagarto).
—Si querés te acompañamos en bici a Bermeja (Renzo).
—Después vemos. Dale, nos encontramos.
Se despidieron hasta más tarde. Mientras se alejaban uno le gritó:
—¡Che, Frin! ¡Sos un genio subiéndote, eh! (levantaba la mano en saludo).
Él devolvió el saludo.
© Luis Pescetti