Breve elogio de mapas y diplomas (palabras de Luis en la Legislatura, BsAs,ARG)

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La ceremonia comenzó con un pantallazo de la vida de Luis. Fotos familiares y de diferentes escenarios se sucedieron intercaladas con dibujos que le envían los niños.

Si ustedes preguntan qué se siente cuando uno ve un video así, les digo: que el recorrido es más largo, más grande, que la propia vida, eso sentía… Asombra que la vida de uno, desenvuelta, parece más extensa que la propia vida… es hermoso.

A la Honorable Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en especial a la Diputada Delia Bisutti, a todos los aquí presentes, queridos amigos, a mi familia…

Es una satisfacción muy grande recibir esta distinción… y quiero decirles que los entiendo,
a mí me pasa lo mismo.
Como papá, a cada rato quiero darle un premio a cada uno que hace feliz a mi hijo, o lo calma;
o me calma a mí, que soy muy alarmoso.


Si por mí fuera iría con diplomas en el bolsillo: gracias por hacerlo reír, porque le bajó la fiebre,
porque dormimos mejor.

Es muy parecido a lo que me ocurrió cuando llegué por primera vez a Buenos Aires,
al bajar del tren en Retiro, impactado por los olores nuevos adiviné una ciudad enorme.
Me asusté y sentí que muy poco de lo conocido iba a servirme acá.
Por eso iba con mi fajo de diplomas en el bolsillo:
gracias por invitarme a tu casa el fin de semana y no tener que pasarlo en la pensión,
gracias por la guía Filcar,
por invitarme con comida casera,
por no burlarte cuando no supe cómo cruzar el molinete del subte.

El estigma del provinciano es que más le vale esconder sus viejas creencias
para no pasar la vergüenza de ser ingenuo, lento;
así, con los signos de provincia, uno entierra demasiados saberes.
Igual cuando, a las puertas de la adolescencia, escondemos lo que haga falta para que no nos vean como niños, y quedamos más expuestos al abandonar viejos y útiles mapas.

Volví a vivirlo cuando fui a Cuba, a México, a Europa por primera vez,
y cuando regresé al país.
En cada ocasión mi fajo de diplomas:
gracias por hacerme sentir menos perdido,
por no mirarme desde arriba,
por hacerme sentir valioso…
Sin los cubanos, por ejemplo, no sé qué hubiera sido.
Yo estaba tan tercamente convencido de mi inseguridad que de no haber sido
por ese estallido de alegría y teatros dudo de que me hubiera enterado
quién podía ser para otros.

Como la profesora Nadia Boulanger cuando le pidió a Piazzola que tocara una de sus obras y, al escucharla, lo tomó del brazo y exclamó:
– Ése es el verdadero Piazzola, no lo abandone.

Imaginemos ese momento. Un argentino que gana una beca para estudiar armonía, música clásica y contemporánea, viaja a París, está con “la” profesora, Nadia Boulanger, alumna de Fauré. Luego de un tiempo de clases ella quiere oír una de sus obras.
¿Cuánto vale esa lección? ¿Cuánto dura? ¿ Cuánto sigue obrando?
Entre los múltiples Piazzolas señala al verdadero. Mágicamente, los otros Piazzolas se esfuman y se despiden con una sonrisa cómplice de haber sido descubiertos, y dejan al que conocemos.

Mis múltiples Luis aspiraron a ser como tantos modelos puedan imaginarse.
Quise ser como Cortázar, como Darío Fo, como Woody Allen, como mi hermano Hugo, como varios de los que están acá, como Italo Calvino.

En mi caso: aplausos, charlas y sonrisas fueron mis propias Nadias tomándome del brazo:
– Ése es el verdadero Luis, no lo abandones.
Así armé mapas nuevos y señales, pero ya sobre la base de mi propia voz. Un alivio.

Por eso a ustedes, que se acercaron hoy, y del fajo de mi bolsillo
un diploma de agradecimiento
como cualquier inmigrante y cualquier niño:
gracias por las charlas,
por no burlarse de mis ignorancias,
por mirar cualquiera de mis errores bajo la perspectiva de mis talentos
y tomarme del brazo cuando asoma el verdadero Luis.

Un obstáculo en el conocimiento de los chicos es que el deseo de formarlos se interpone
sobre la simple observación,
otro es que los pensamos evocando la propia infancia.

Este revoltijo de ideales, nostalgias y asuntos pendientes nubla la mirada,
mejor imaginarlos como inmigrantes,
los chicos son inmigrantes en el tiempo.

Son como los inmigrantes,
cuando se les mezcla gratitud y nostalgia,
deseo de aprender y resistencia.
Cuando piden una pausa, por la intensidad de tantas experiencias nuevas
(recordemos lo que cansa viajar, ¡quince días de turismo cansan!,
imaginemos lo que cansará llegar al mundo).
Esperan ser escuchados, que los ayudemos a procesar tantas vivencias,
y no sólo una lección tras otra, como monólogos de la corona a sus colonias.
Inmigrantes también cuando adoptan modelos con tal de que les vaya bien,
de que no se burlen, de llamar la atención o pasar desapercibidos, copiar éxitos y no repetir historias. Siempre con la secreta esperanza de que alguien los ayude a descubrir el verdadero.

Todos, los niños también, preferimos las palabras de quienes se acercan como semejantes; buscamos mapas que sirvan, y el reconocimiento de nuestro ser.

Afuera de nuestros sentidos el mundo es un caos de estímulos. Ahora mismo nos atraviesan frecuencias que se traducen en sonidos, imágenes, programas de radio, llamadas de celular, programas de televisión, Internet, en fin, una locura.
Y nuestro cerebro conecta una impresión con otra, y paso a paso, organiza el mundo
hasta que pasa a ser algo inteligible.
Lo que sigue es un trabajo más consciente:
en este gigantesco caos de modelos de vida que tenemos al alcance como nunca antes en la historia de la humanidad, puede que nos asustemos y nos cerremos ante una diversidad aplastante, inabordable,
igual que un niño que no logra organizar sus sentidos, y se cierra sobre sí mismo.
La tarea es conectar nuestras vivencias con las de los otros. Lo que esto significa para mí, en otro lo será otra experiencia. Lo que a uno abriga a otro lo asfixia, lo que a uno ayuda al otro lo agrede y así, en ejercicios de traducción, volvernos reconocibles, que lo diferente no sea amenazante, y descubrir quiénes somos.

Todo lo que necesita la violencia es que nos veamos como cosas, como otros tan lejanos que llegamos a ser cosas. Todo lo que necesita la paz y el amor, es que nos reconozcamos como semejantes. Convivir sin dominar.

Hay sufrimiento cuando nos aislamos en lo que nos sucede, o cuando lo vivimos catastróficamente, y un alivio enorme cuando descubrimos que no era tan grave ni tan único.
Ése es, para mí, el papel del humor: todo lo contrario del castigo al exilio que es una burla,
sino más bien el culto a la empatía,
porque esa alegría de volver a pertenecer al grupo es tan grande, que estalla en risa.

Cuando el humor nos rescata del aislamiento, y nos devuelve a la ronda: surge la risa, que no es otra cosa que nuestra vitalidad feliz por el reencuentro.

Gracias por traer a sus hijos, hermanitos, sobrinos, nietos, a jugar;
por cantar con ellos,
saltar en el teatro, levantar tierra en recitales al aire libre,
viajar con el disco en el auto (kilómetros y kilómetros de chistes),
por las anécdotas,
los carteles,
la inspiración permanente.

Un abrazo de este provinciano.

© Luis Pescetti

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