El ciudadano de mis zapatos
05/03/2013
Aquí está el comienzo de la novela El ciudadano de mis zapatos (Editorial Punto de Lectura, 2004).
Esta es una larga historia, que no debería ser larga, pero que va a llevar mucho tiempo hacerla corta.
Henry David Thoreau
Capítulo 1
Comencé a viajar con la esperanza de no encontrarme en todas partes. Pero, inmediatamente o dos días después, siempre terminaba apareciendo yo, sin importar a dónde había ido ni con quién estaba. Este es el relato que hago para ver si entiendo cómo fue que vine a parar a México, o para ver si ubico dónde quedé, porque después de tantos viajes no logré dejar de encontrarme a mí mismito en mis dos pies, pero me perdí completa e irremediablemente.
De cómo y por qué, pero más bien del inicio, es la historia de estos viajes, y no tiene principio porque, para ser sincero, no hay edad en la que no me vea viajando, con todo el cuerpo y conmigo o nada más con la cabeza. Podría empezar por muchas partes, hasta por los viajes pendientes, los lugares a dónde me moría por ir y que no fui, Grecia, Italia, Francia, España. Creo que fui cumpliendo el sueño de viajar, porque viajar viajé, sólo que yendo a lugares a los que nunca había soñado con ir. Tanto tiempo estuve deseando viajar y luego lo hice a lugares que ni figuraban en mis alucinaciones de aventura. Fue como si hubiera estado agazapado esperando la llamada, ¡A viajar, Santiago!, por ejemplo, y luego, sencillamente, tenía que salir a vivir aventuras y disfrutar hazañas. Teóricamente era muy fácil. Sólo que estuve ahí, al acecho, y pasó, no sé, un verdulero y gritó, ¡A las ricas manzanas!, cualquier cosa y, confundido, salté de mi trinchera. Vale decir que realicé mi sueño y al mismo tiempo lo fui postergando para quién sabe cuándo. Debe ser que soy corto de vista en algún otro sentido además del físico, en el que también lo soy. No distingo lo que quería hacer de lo que sólo se parece a lo que quería hacer de lo que es para el otro lado de lo que quería hacer. Si tenía ganas de ser corredor de coches termino subido a los autitos chocadores y, lo que es peor, no entendiendo por qué si tienen ruedas y volante y acelerador no me siento como quería. Debe ser, me lo explico, que no quería ser corredor de coches. Y esa manera de corregir mi error es, otra vez, un error. Como el que se interna en un bosque tirando miguitas y no deja de hacerlo nunca, en la seguridad de que no se va a perder pues está tirando miguitas. Al poco tiempo todo el bosque está lleno de miguitas que indican todos los caminos posibles y ocultan el primero. Contar esta historia es una manera de mantener las manos ocupadas, para que ya no sigan en la valiosa tarea de tirar miguitas. Con la esperanza de que algo se despeje, de lograr desandar algo, ahora voy dejando palabras.
Como esta historia no tiene principio, y si lo tiene no lo reconozco, puedo empezar por Amelia, una profesora amiga, que había sido invitada a Cuba. Con la ilusión de que a mí también me invitaran ni bien me oyeran, le di un cassette con unas canciones infantiles que componía para mis alumnos de las escuelas primarias y jardines. Cuando regresó me contó que nadie le había parecido más acertado que uno de los periodistas encargados de hacer notas sobre el congreso al que había ido. Le di las gracias mientras con la otra mano tiraba al cesto mis esperanzas de viajar. Unos meses después, ese periodista cubano estaba de paso por Buenos Aires y me llamó para hacerme una nota pues le habían gustado mis canciones. Hizo la nota y sacó tantas fotos que uno podía sospechar que él se había equivocado de artista, que la cámara no tenía rollo o que era un rollo soviético provisto por un ente estatal. Creo que las tres cosas resultaron ciertas.
El regresó a su país y yo a mi realidad que por esa época eran los brazos de Andrea, una joven y prometedora maestra de jardín de infantes (en mi profesión de maestro de música y comediante en zona de playa, uno también se vincula con gente de su profesión). Lo de joven es por los 18 años que tenía y lo de prometedora es porque nunca cumplió con la verdad. Yo estaba muy enamorado, aunque debo reconocer que eso que llamaba enamorado era verdadera fascinación por unos botoncitos que ella había descubierto en mí (que me había hecho conocer, descubrir lo que se dice descubrir ella ya lo había hecho en otros continentes). O sea que mi amor era franco agradecimiento porque pasé de tener dos o tres zonas erógenas modestamente exploradas a superar la docena sólo en nuestro primer encuentro.
Andrea tenía un novio del que estaba a punto de separarse, por lo tanto yo no podía hablarle por teléfono a su casa, ni visitarla, ni buscarla, ni escribirle, ni pensarla fuerte. Nada. Ella me hablaba, me buscaba, me venía a ver. Me acostaba. Se levantaba. Se iba. Nos reíamos mucho y nos amábamos más, hasta que nos amamos menos y nos reímos un poco menos también. La cosa hubiera durado y hubiera sido más feliz para mí, si no me hubiera empeñado en poner tanto corazón en un encuentro que estaba dirigido a otros órganos. Le escribía poemas. Le escribí uno mientras la esperé en un bar de Sarmiento y Montevideo, frente al teatro San Martín un día que tocaba una banda de jazz que fui dejando de disfrutar a medida que pasaban los temas y ella no llegaba a la cita. Toda la alegría que venía de encontrarme con ella se daba vuelta y mostraba sus filos. Como a la hora y media me fui con mi poema y una depresión espantosa. La historia ya había pasado antes, ya sabía que había demasiado misterio, demasiados Yo voy, no me llames; pero ¿cómo iba a querer dejar de estar con ella si la pasábamos tan bien juntos? Porque era así, después nos encontramos y me dijo que había llegado. Tarde, sí, pero allí había estado. La prueba era que había estado cuando la banda cuando tocaban no sé qué tema. De todas maneras a esa altura mi enojo era el que puede tener un náufrago con el barco que llega un mes tarde pero que lo salva. Quería pelearme con ella y quería subirme a su cubierta, ponerme a su cubierto. Lo hice, o ella lo hizo, o ella dejó que yo lo hiciera.
Otra vez que no podía venir porque tenía muy poco tiempo, le propuse que nos encontráramos a mitad de camino, en la estación de trenes de Constitución. Cuando llegó le dije que fuéramos a un hotel, así estaríamos más cómodos. Teníamos sólo una hora para vernos, pero de todas maneras propuse ir a un hotel (si hubiéramos tenido quince minutos para vernos también le habría propuesto ir a un hotel , incluso si ella no hubiera podido venir le habría propuesto que la llamaba a un hotel). Era una época especial porque estaba por dejar a su novio. Parecía mentira pero sí, ya iba a hablar con él, ya íbamos a ser el uno para el otro; y no como hasta ese momento, el uno para el otro del otro. Me imaginaba que las palabras serían algo así como, No puedo seguir con vos, me enamoré de alguien realmente maravilloso y estoy dispuesta a dejar todo por él. Otras veces me imaginaba que empezaría con el, Me enamoré de alguien… o con, Estoy dispuesta a dejar… pero entre esas variantes estaba el asunto.
Una vez que pasó lo que le había prometido a mis verdaderas ganas por las que la llevé a un hotel, puso su cara 27, una expresión que quería decir algo así como, Date cuenta que estoy muy preocupada por algo, también conocida como, Quiero que me preguntes qué me pasa. Yo, inmigrante recién llegado y dispuesto a oír cuánto cuesta el obelisco, por supuesto que le pregunté qué le pasaba, se lo hubiera preguntado incluso con una expresión mucho más moderada con tal de no perder lo de los botoncitos. Y ahí empezó a soltar eso que Verdi llamaba llanto y entre sollozo y sollozo y abrazo mío consolador, de inmigrante que se le hace que el obelisco está a precio de oferta, me contó que no nos habíamos podido ver ni me había llamado porque se había tenido que ir al interior de la provincia de Buenos Aires, porque la abuela de su novio estaba mal y que en medio del viaje (época en la cual ella iba a romper esos lazos ya casi inexistentes) él recurría, arteramente, a desabuelarse. Murió a su abuela y estaba destrozado, todo en medio de un imprevisto viaje. Y entonces ella, Entendéme, Santiago, no lo podía dejar en ese momento. Y menos yo pedirle que lo hiciera, imagínense. Todo seguiría igual, qué vamos a hacerle, son cosas que pasan, golpes de la vida de los demás.
Lo que sí recuerdo es que cuando se enfermó mi padre no noté que surtiera el mismo efecto en Andrea. Vale decir que la abuela de su novio debía ser alguien realmente sin igual, porque cuando le mandé un telegrama pidiéndole que me hablara, porque me acababan de decir que mi padre estaba enfermo, que era serio y me sentía pequeño, fuera del mundo, sin el viejo y sin orden alguno ni nada que le devolviera sentido a las cosas, me llamó para contarme el drama que había sido en su casa mi telegrama.
– Andrea, te lo mandé porque necesito verte, mi viejo está enfermo.
– Pero te pido por favor que no hagas algo así porque mi papá se escandalizó, que quién eras vos y en qué andaba yo y…
– Okey, no lo hice con esa intención.
– … es que tengo un lío tremendo ahora en mi casa.
– No lo vuelvo a hacer, no te preocupes, Andrea, parece que mi viejo está muy enfermo y…
– Ya sé, Santiago, pero oíme…
– ¡Que te oiga qué, por dios! ¡te estoy diciendo que mi viejo está enfermo y no parás, me seguís contando el drama de tu casa! ¡¿no ves la diferencia?!
– …
– Te necesito, parece que el viejo está muy enfermo… te estoy diciendo eso y lo único que te preocupa es que tu papá se enojó y el telegrama… no te preocupes, no te voy a mandar otro telegrama, pero necesito verte, Andrea, oí eso, por favor.
– … tenés razón… disculpáme.
Y sí me oyó. Lo que siguió fue algo así como, después te llamo, o cosa por el estilo. Y no, después no llamó y no sólo no le mandé más telegramas, sino que dejé de esperarla. La verdad de esa relación ya estaba tocando la puerta y yo estaba atendiendo. Dejé de esperarla a Andrea, que me gustaba tanto.
Mi padre, que tendría que haber muerto de su cáncer tan terminal, murió del corazón gracias a los adelantos de la Industria del Cáncer. Allí nos encontramos en el pueblo, toda la familia y tanta gente que aparecía y que no sabíamos que el viejo era tan querido. Estábamos todos, pero más que nadie, mi madre, mi hermano y yo. Nosotros, que de por sí somos gente más bien sencilla, ahí estábamos, todo lo pequeños y bien vestidos que se puede estar, ante algo tan grande, tan solemne y para siempre. Fui a la casa a buscar su gorra y sus lentes para ponerlos en sus manos. Después vino una parte que no es cierta y que fue cuando cerraron el cajón y fuimos al cementerio. Después vino otra parte que sí fue de verdad, volvimos a la casa más vacía que cuando él salía a hacer algo por ahí y me puse a regar las plantas del patio. Mi madre preparó algo de comer, ordenó alguna ropa y a esa altura de la tarde cada uno ya había regresado a su casa, menos mi hermano, ella y yo.
Luis Pescetti, ensayos y ejercicios en www.unninounavoz.com