La comunicación ya no es lo que era (11)

Cuando llegamos a Ciudad Juárez nos encontramos con un pequeño y agradable pueblo del interior de Coahuila. Tan pequeño y agrabable que, como les contaba, los perros y las gallinas convivían en la plaza… y hasta conmigo les tocó convivir, porque como hubo un desfasaje en la incomunicación, el show había sido pospuesto dos horas, nomás. Nomás nosotros ni enterados. Y que me tiro a dormir en una banca de la plaza, cuan largo soy y permitía el susodicho. Y ahí holgábamos las gallinas y los perros muy cada uno a su espacio vital, debajo de unas sombras y una brisa que le venía de lo más bien, porque ahí cuando es primavera es que es invierno.
Quiero decir: es tal “la calor” como dicen en mi pueblo que nos llegaron a decir que ¡hasta 60º se dejan sentir!
¡Ay, güey! me díjeme, eso sí transpira; y pónganle que nuestra informante le hizo un poco de Secretaría de Turismo y Asombro y le agregó algún grado.

Tons, que aprovechando que era invierno, me dispuse a una brisa en esa especie de Arca de Noé, pero hecha plaza.

Y muy cerca de donde hasta el año 2000, léanme bien, compadres, porque luego van a decir que le agrego grados al calor, hasta el año dos mil (se los escribo hasta como en los cheques) había un solo teléfono en el pueblo. Y ahí se ven. Y el que quería hablar se tenía que ir hasta la caseta donde estaba, custodiado por la autoridad telefónica correspondiente, que era quien atendía las llamadas… o se quedaba al lado oyendo.

– ¡Namás media hora se podía hablar!

Me dijo la señora mientras amasaba unas tortillas de harina que estuvieron la mar de ricas. Y yo pensé “¿Namás?” ¡Esas sí que son ganas de hablar, señora!

Total que te tenías que llevar bien con la autoridad competente de la casilla, para empezar porque cobraba diez pesos (menos de un dólar) la avisada. Si te llamaban te iban corriendo a avisar, y corriendo atendías y pagabas los diez pesos, muchas gracias, para servirle.

Pero había que llevarse bien porque la muy canija que le daba por decir que una mujer no estaba cuando la llamaba el marido mismo de esa mujer. Luego el hombre volvía a su casa y le reclamaba a su esposa:

– ¿Por dónde andabas que te estuve llamando y a ningunas horas?
– ¡Si ni me vinieron a buscar!

Se defendía honradamente y con mucha razón ella;porque de verdad la otra ni la había buscado. Y había mentido como quien dice: para sembrar la inquina en ese matrimonio, pues.

Ya después vino el progreso, y el internet, y se perdieron tantas sanas costumbres.

© Luis Pescetti

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